Ayer, subiendo a la casita donde escribo, no me apresuré a pesar de la densa humareda y un sol quemante. Me emocionó encontrar una capa de plantitas rastreras silvestres, llenas de florcitas blancas, cubriendo todo el trecho de la tierra reseca al lado del sendero hasta llegar a ‘Atma’. Justo antes de subir, en mi casa, leí un poema titulado ‘Gozo’, que me habla de sentir alegría seguida por una incomprensible tristeza que no es desesperación, sino lo opuesto, generado en un lugar salvaje, donde esos dos sentimientos, alegría y tristeza, se disuelven en uno solo: el gozo inexplicable.
Me hizo recordar aquellos momentos monumentales: respirar el fragante e intenso olor que emana del suelo del bosque después de la lluvia, la gloria de nadar en el mar con la marea alta y de dejarse flotar en el rápido flujo de un río, recuperarse, lado a lado, tras del goce de un orgasmo extraordinario, de presenciar el tembloroso aterrizaje de una mariposa casi transparente en una flor, asistir a la muerte de un ser querido y al nacimiento de la tan esperada bebé.
No fue el gozo que me llenó al ver aquellas plantitas, sino asombro, seguido por gratitud. Leer un poema, tomarse el tiempo y tener la paciencia, por fin, para entenderlo, me llevó a abrirme para descubrir aquellas plantitas y sentirlas como regalos de la Madre Tierra. Y además, durante la siguiente noche, volvió a mí la imagen de las delicadas florcitas que, de pronto, se transformaron en las uñitas rosadas de los deditos de un bebé recién nacido. Y ahora sí, me llené de un gozo que estaba en lo más profundo de mi ser: el contemplar a la nueva hermana en la cuna, con mi madre radiante al lado en la cama alta donde recién había dado a luz, en plena noche.
Luego de ducharme hoy, al vestirme, no sabía cuál collar ponerme para que combinara bien con el suéter de punto de hilo de algodón de color tierra. Primero escogí el más simple, hecho de dados de madera y bambú de un ligero color natural. Me lo puse. Quedó hermoso. No obstante, no era lo suficientemente fuerte; madera de pino y bambú, como antídoto contra otro día de humareda, era demasiado débil. De otro cajoncito escogí la cadena fina con el fósil de amonita colgante, que me imagino fue encontrado en las playas de Madagascar y que había sido la casa de un animalito marino hace miles de años. Lo compré en un museo de ciencias geológicas. Me lo puse. Todavía no me parecía lo suficientemente fuerte. Deliberando, me dije: “Está peligrosamente seca la tierra; ya sé cuál debe ser: el collar de otras criaturas marinas, el de coral de color anaranjado.” Había sido un regalo de una amiga que lo recibió como herencia, un antiguo collar de generaciones atrás, parte del traje tradicional de las mujeres de pescadores en el sur de Holanda. Me lo puse también. Así que, de esta manera, armada de tres collares, decidí que podría enfrentar el día de hoy.
Es por eso y por todo que ahora estoy de un ánimo filosófico. Me doy cuenta de que he llegado y vivo ahora en el tiempo regalado. Como nunca me enfermaba, cada vez que visitaba a un médico -siempre un ginecólogo para hacerme controlar el frotis vaginal o las mamas- sentía que era una suerte no tener nada grave, solo una infección curable o un simple quiste. Ahora pertenezco a otra categoría: la de los tocados por la caprichosa naturaleza (el cáncer). Empieza una nueva página en mi vida; a tientas todavía, y de manera difusa trato de llenarla.
Cuando me miro en el espejo -y lo hago al menos diez veces al día; creo que hay cinco espejos en la casa en total- siempre me río, sin ninguna razón especial que yo supiera. Tal vez me gusta verme radiante. Cuando me acerco a mi imagen, noto que mi cara está llena de ‘cicatrices’. ‘Un parquecito memorial de arrugas”, me corrige la persona que me conoce desde cuando ni yo podía encontrar una mancha en la piel de melocotón de mi cara. Cuando hablo por WhatsApp con imagen y veo aparecer mi rostro tan claramente manchado por el sol, el viento y la sequía, y además de eso, marcado por los humores y las emociones de decenas de años, mi primera reacción es incredulidad: “¿Esta soy yo ahora?”, y quisiera taparla con un velo transparente para suavizar esa cara tan apergaminada.
Pero, en un momento como este, me viene a la mente la cara de una mujer peculiar, participante del grupo de doce mujeres viajeras neerlandesas, que yo guiaba durante un tour de cinco semanas por Bolivia. Fue cuando recién había comenzado con la agencia de viajes ‘Boliviajes’ en 1992. El grupo estaba compuesto en gran parte por mujeres treintañeras, feministas exigentes y lesbianas ruidosas, sueltas en un país como Bolivia. Pero el ruido se volvió a veces demasiado para esa mujer. Y consecuentemente, ella -una mujer curtida y observadora- y su amiga compañera, sonrojada y acogedora, ambas ya en su sesenta, se apartaron del grupo cuando volvía el ruido. Al final de otro día de visitas a otra mujer boliviana interesante -uno de los propósitos del tour- me gustaba acompañarlas en su rincón durante la cena o tomando nuestro último chuflay del día.
Se interesaron por mí, por nuestra decisión de venir a vivir a Bolivia, y reflexionamos entre las tres sobre nuestros dos mundos. O, simplemente no decíamos nada; nos sentimos a gusto entre nosotras. Me impresionó ver esa relación de amigas tan diferentes, tan respetuosa y empática entre sí. Y, comparándolas, sentía que era una persona que tenía algo de ambas, que era alguien entre las dos. Sin embargo, en cuestión de cara, deseaba tener los rasgos marcados de la más austera para mi vejez.
Porque estoy en la transición a la vejez, y seguro hay quienes opinan que ya estoy vieja. Muy bien, lo acepto; lo que quiero decir es, que estoy buscando aprender cómo vivir la vejez desde la práctica. La veo como una fase igual que cualquiera otra, pero también como la culminación de todas las anteriores, a causa de las muchas experiencias ya vividas. Un cliché, yo sé, pero te digo que no va de un día para otro, y no siempre como uno se lo imagina. Busco cómo usar mi espacio, cómo ser partícipe de la comunidad, y si no es suficiente el espacio que me permiten, reclamo.
Cuando escucho aquella voz paternal, la voz omnisciente de un hermoso joven que me empieza a susurrar en el oído o, peor, a predicar: “Ya no, Marga, vivimos en otros tiempos, tus ideas pasaron de moda”, sin mostrar la menor curiosidad por averiguar a fondo el asunto tan fundamental que estoy reclamando, se me ponen los pelos de punta. Espontaneidad, jocosidad, el calor humano, ¿pasó de moda? Y de pronto, en ese momento, me doy cuenta que llegó la hora de alejarme; me doy la vuelta y me retiro al bosque. Ya no veo el cómo, ni el sentido; vivimos en dos mundos, visiones diferentes, como si ambas fueran mutuamente excluyentes. ¿No se da cuenta que podrían complementarse e incluso fusionarse entre sí?
Luego me pregunto y reflexiono: “¿Para qué estoy yo? ¿Tengo un rol todavía? Ellos son ciegos, por lo que veo; no ven lo que causan, en especial en su propia vida. Pero ¿qué más podría hacer? Ellos manejan otros criterios; así están las cosas. Sí, vivimos en otros tiempos, los de mensajes por WhatsApp, de la comunicación a través de aparatos, ¿con la idea de ganar tiempo? Mientras que resulta que cada vez tienen menos tiempo. Lo personal, el calor humano, el espacio para decir lo que tienes en el corazón -para mi lo más esencial- está perdiéndose rápido. Ya no hablamos de verdad; como mucho escucho “¿Cómo estás?” al vernos en vivo, y antes de que termine de escuchar aquella frase, cuando abro mi boca para empezar a compartir mis aventuras en la colina esta misma mañana temprano, ya están contestando una llamada. ¡Abre tus ojos!, ¿ves lo que pasa? Déjame ser, déjame explicarte, mostrarte; estoy aquí, con todo mi bagaje y muy presente todavía.”
Pero, no, ni se los digo; ya basta, me pongo a distancia, aquí lo tengo, está escrito. Mi energía vale oro; la guardaré para asuntos con perspectivas válidas. No se preocupen; espero que más allá, llegue el día en que ni eso me excite más: ya no me surgirá la necesidad, ni para escribir estas palabras, cuando me haya convertido en una transeúnte pura.
No estoy sola en mis reclamos; el mundo es más grande que “el milagro empresarial” de la ciudad de Santa Cruz, que ya trata de clavar sus garras en Samaipata. Estoy feliz por encontrar la entrevista extensa y profunda con la joven filósofa y escritora española Sara Barquinero (30), ¡la nueva generación! La entrevista * lleva por título:
“Si, como decía Kant, tratáramos a cada persona como un fin en sí mismo y no como meramente un medio, el mundo sería mejor”.
Escribió una novela de 800 páginas, un thriller conmovedor titulado: ‘Los escorpiones’, entretejiendo los temas de la angustia, la depresión, el suicidio y el vacio existencial; afliccciones de que ella misma sufría por un tiempo, igual que muchos jóvenes hoy en día.
Lo que me da como bono la vejez es, que uno pueda pasar por otro viejo más (aunque siga siendo la gringa y reciba otro trato) en ciertas calles de la ciudad. Nadie me conoce y puedo caminar despacio en anonimato. No lo hago para distanciarme; es para acercarme a mí misma. A propósito, me quito la armadura, me pongo ropa sin color, sin adorno ni galas, aflojo los músculos mientras observo a todo el mundo por debajo de las cejas. Y así, me meto en la búsqueda de aquel calor humano en los múltiples encuentros, navegando por toda la zona de ‘Las siete calles’, mi lugar favorito.
Y así los encuentro: el calor, hasta el cariño y el buen humor de la dueña de la tienda de telas, diez años mayor que yo, que me abraza apasionadamente cuando giro una pirueta entera para mostrarle la nueva falda de su lino natural; de la abuela cholita con su nietito de la esquina, que me prepare el zumo de naranja con una yapa enorme; de la señorita finamente maquillada que me ayuda a escoger el sostén ideal para insertar la nueva mama de silicona, que me felicita por tener los pechos pequeños: “No sabes lo que sufren las que tienen grandes”; de la chica de la tienda donde me abastezco siempre de nueces, lentejas rosadas y frutos secos, que me regala una bolsa llena ‘de todo un poco’. Y, al final de la caminata, me encuentro con un joven taxista en su auto ‘cachivache’, de tez oscura, oriundo de La Paz, que me cuenta la historia de su llegada a Santa Cruz, y que me confiesa al decir: “no soy otro burro masista, porque ahora soy cruceño y pertenezco a esta tierra”.
Tanto la generación de mis abuelos, como la de mis padres, se abrieron demasiado para contarme mucho sobre sus verdaderas penas, confusiones, errores o arrepentimientos. Los padres estaban por encima de los hijos; el quinto mandamiento lo había arreglado de esa manera, mandaba sobre la vida familiar, y el hombre estaba por encima de la mujer, por supuesto. Trabajaban, hacían sus deberes, cada uno en su rol predeterminado; votaban por el partido ligado a su religión, no robaban, no eran alcohólicos, ni mujeriegos ni extáticos -o, tal vez sí, sin que yo supiera-; buscaban mejorar su estatus y su lugar en la sociedad, estudiando y leyendo; querían verse bien y decentes, y dar la mejor educación a sus hijos para que brillaran aún más que ellos. Los consejos y advertencias a nosotros, sus hijos ya adolescentes o casi adultos, correspondian con sus propios inventos y relatos para dar un mejor sentido a su vida.
Suena muy bueno, limpio, discreto y normal. Sin embargo, los volcanes (siempre los hay; cuanto más bueno, más explosivos) entraban en erupción cada vez que uno salía de la casa a estudiar a otra ciudad, porque el modelo de vida que ellos practicaban ya no nos servía para nada. El mundo empezó a cambiar tan rápido, que ellos mismos tuvieron que reorientarse. Primero se resistieron con fuerza; entramos en crisis y, para no perderse a sí mismos ni a sus hijos, empezaron a abrirse e interesarse por nuestras opiniones y estilos de vida. Los roles se invirtieron; los hijos empezaron a educar a los padres. Y ya no los llamamos padre ni madre; empezamos a tutearnos, los llamamos por su nombre o le pusimos un apodo chistoso según las circunstancias. Recuerdo esa época juguetona como la liberación familiar. Una mina de oro de historias por contar.
Me sorprende, al observar a los abuelos de hoy día, de aquí y de allá, el entusiasmo -quizás hasta una necesidad- con el cual se ocupan de cuidar y jugar con sus nietos; con una paciencia, un placer y un cariño interminable. Los lazos entre nietos y abuelos nunca llegan a ser asfixiantes, como suele ocurrir entre hijos y padres. Veo una relación libre, honesta, nutritiva, llena de expectativa y un sentir de vacaciones eternas. No tengo hijos ni nietos y no los extraño. Tampoco me atrae sugerir ser la abuelastra de un niño que conozco. Seguramente tú dirás, qué puedes saber de hijos o nietos si nunca los tuviste. Lo que sí puedo decir, es que me siento honrada, gratificada y al instante enamorada cuando un niño expresa placer al querer jugar conmigo, al abrazarme con todo su ser o al invitarme a estar a su lado. Me acerco a ellos con cierta timidez, viéndolos como seres preciosos y frágiles, aunque sé que no hay nada de qué preocuparse, pues, ellos son flexibles al mismo tiempo. Es extraño, ¿no?
Entonces, ¿qué hago yo? ¿A quién me dirijo? Leo y releo lo que ciertos escritores de la misma edad, o más viejos aún, me puedan enseñar sobre cómo dar un significado a esta vejez. Novelas, cuentos cortos y libros de autoficción para asimilar y absorber el espíritu de lo que ellos aprendieron durante sus largas vidas.
Leyendo los libros de la francesa Annie Ernaux (84), aprendí el significado de la palabra 'palimpsesto'. Es un antiguo manuscrito de papiro que ha sido raspado y sobrescrito. Igual que ella, siento hacer lo mismo cuando escribo sobre episodios impactantes de mi propia vida: al excavar y describirlos, asumen mucho más significado y profundidad. Porque el proceso de recordar, escribir, borrar y reescribir es largo y preciso; es como si uno se reinventara con cada versión del relato y, tal vez, uno vive así, de esa forma, dos, tres o más vidas extra. Annie nos ofrece la riqueza de sus experiencias siempre embebidas en el Zeitgeist histórico, de una manera tan seca y al mismo tiempo tan lleno de empatía, que me llega directamente al corazón.
Por ejemplo, en su libro ‘Una mujer’, que trata sobre la vida de su madre, una mujer de la clase campesina y trabajadora. Ella no se muestra avergonzada por ser la hija de esa clase de mujer. Al contrario, al escribir se enfocó en cada surgimiento de la vergüenza y lo transformó en un escalpelo para profundizar su introspección. Lo novedoso en ella es que decidió un día, que debería exponer exactamente cómo fue ser la hija de tal mujer; en ese momento, ella ya ascendida a la clase media, docente de literatura y escritora ya famosa, con todas las emociones y circunstancias correspondientes. Eso que escribía era literatura también, una nueva literatura, muy necesaria; en contra de los críticos literarios poderosos de la clase media francesa; justo por eso fue reconocida por el comité del Premio Nobel en 2022.
La verdad es que estoy esperando las novelas literarias de las hijas o nietas de las cholitas que exprimen mi zumo de naranja. ¿Y por qué? Para que salga a la luz lo que ahora tantos -de alto a bajo- ocultan, por orgullo y vergüenza, por resentimiento o arrogancia, para que todos se abran y se liberen a respirar nuevos aires.
El mundo arde. ¿Adónde iré yo? Recuerdo una hermosa, melancólica canción de advertencia de mi juventud (1974) que ya hablaba de lo que iba a pasar si no tomáramos medidas pronto. Hace cuarenta años me vine a espaciosa Bolivia, para quedarme en Samaipata, a empezar algo diferente a lo banal normal común, lo bueno y correcto, lo estéril y asfixiante. Busquemos el espacio donde desplegar los talentos que nos quedan. Salir de aquí; a veces nos asalta ese deseo con tanta fuerza. Ahora en especial, encerrados como estamos en casa, dependientes de un purificador de aire que, con cada ráfaga de viento estalla a funcionar a plena potencia.
¿Qué te sirvo más? ¿Otro fragante café, tal vez, con un licor almendrado al lado, como para elevar nuestro ánimo? Mientras, te hago escuchar aquella hermosa melodía melancólica de No hay donde huir. Tal vez me animo a traducir el texto del holandés al castellano para la próxima. https://youtu.be/516J45SyG4w
Samaipata, entre el 7 de septiembre y el 5 de octubre de 2024