“Deja que todo fluya a través de ti”, escucho la voz de la vieja monja susurrar en mi oído.
La noche pasada me instalé ante la pantalla de la tele mirando la serie Downton Abbey. La estoy mirando por segunda vez, todas las noches un episodio. Me distrae, me hace reír y logra emocionarme hasta las dulces lágrimas. El arte teatral de los protagonistas, actores puramente ingleses, me protege contra la realidad, aunque sea solo por una hora. Mi reacción habitual de buscar soluciones mentales ya me cansa. Tampoco logro instruir a mi cerebro interesarse más en lo que pasa afuera de mí, tengo un cuerpo que cuidar.
En la mesita de la sala de estar hay dos libros esperándome: ‘Un poeta en Auschwitz’ de César Herrera y ‘Te dedico mi silencio’ de Mario Vargas Llosa. Antes de empezar a ver la serie leo unas páginas en cualquiera de los dos. La tristeza de los niños en ‘Un poeta’ me sabe impactar tanto que tengo que parar a leer después de uno o dos capítulos. Y el investigador de música popular peruana en ‘Te dedico’ aún no me ha sabido atrapar mucho. Pero sí, voy a seguir leyéndolo, tengo paciencia con don Mario. Te dedico mi silencio, hmmm, solo el título me convenció para comprarlo, debo seguir descubriendo lo que él quisiera compartir conmigo en lo que será su último libro.
Cuando el ginecólogo y yo vimos, al observar la imagen de la ecografía, que el nódulo en la mama izquierda había crecido de 0,7 a 1,69 cm en pocos meses, tuve que someterme a la biopsia de la bolita que, al palpar, se siente tan duro como una aceituna negra. Desde que recibí el mensaje de que el 20% de las células son cancerosas, me es algo más claro: Cada imagen y descubrimiento que el telescopio James Webb remite desde los confines más lejanos del universo hasta objetos cercanos de nuestro sistema solar, me convencen de que soy materia de aquellas materias. Soy este cuerpo, no hay más, he de arreglarme con eso. Sin cuerpo no tengo ni consciencia. A través de millones de años de evolución terrestre, estoy compuesta del mismo material que la araña que vive hace unos días aquí, en el muro al frente mío… claro, somos primas hermanas lejanas. La admiro, es independiente, sabe cuidarse, nunca se aburre, sabe cómo atrapar sus presas, su única razón de vivir, todo el tiempo. La llevaré afuera, adentro no hay ni una mosca para cazar, ni la chance de encontrar su pareja.
En el cuarto de dormitorio está mi máquina Singer. En aquel tiempo, cuando íbamos a la zona del mercado de Los Pozos para comprar los artículos de primera necesidad para empezar a residir aquí, elegí esta máquina, sin zigzag y sin conexión a la red eléctrica, a propósito: quise ser partícipe de la vida samaipateña, para que no se sintiera celosa la gente al visitarme en un futuro próximo. Me quedé con ella, contenta, ya no quería sentir prisa, y nunca me aburro, siempre hay algo para coser.
Estoy costurando una falda de lino puro, cortada en diagonal, sin duda una tarea difícil, todo un desafío. Gracias al corte, me permitirá ver la hermosa caída de la falda cada vez que me la pongo. Disfruto tocar el material áspero natural, mientras recuerdo cruzar un terreno, con mis hermanitos, yo de diez años, ellos menos, vagando por los campos en las afueras del pueblo, llenos de plantas de lino en flor, ondeando bajo el sol y un vientecito suave, una cierta primavera. Y luego, a finales del verano, nos llegó a las narices el olor a cuerpos podridos cuando las mismas plantas, ya cosechadas, llenaron las zanjas en remojo para ablandar las fibras.
Cosiendo voy lenta, plancho partes ya hechas, pongo alfileres en las partes en construcción, - el diseño y la costura de una prenda son arquitectura -. Atenta a todos los detalles, rehago partes si no me convencen en la imagen total que tengo creciendo en la mente. Me alegra pensar en la obra fina que me está esperando: la puntada ciega de la dobladilla, el zigzag de las juntas, el coser del ojal en el borde y fijar el botón, todo a mano, aunque me tome varias tardes, no me importa. Y luego, por último, la humeante planchada final, - me encanta ese olor.
Me viene a la mente un libro, ¿cómo era que se llamaba? Aún lo tenía en las manos en aquel mes de septiembre de 2009, cuando estuve vaciando la casa familiar después de la muerte de papá, dudando si lo llevaría conmigo… Fue ‘La isla’, la última novela de Aldous Huxley (1962), escritor, filósofo e investigador intenso de las religiones del Oriente. En ‘La isla’ creó una sociedad basada en una mezcla de los valores del Oriente y el Occidente. Aves coloridas te hablan desde los árboles de esta isla tropical cada rato y te hacen recordar cantando: “¡Atención! Aquí y ahora. ¡Atención! Aquí y ahora”.
Imagínate que hubieran parlantes en las esquinas de las calles, en lugar de los aparatos que nos monitorizan y que filman nuestros cuerpos desde cualquier ángulo. Que te cantaran: “¡Atención! Aquí y ahora. ¡Atención! Aquí y ahora”. ¿Haría que todo el mundo escondiera sus celulares al instante? No tan rápido. ¿O nos miraríamos y empezaríamos a sonreír primero, para luego reír fuerte y finalmente, agarrándonos de la barriga, doblarnos de risa? Y no sabríamos exactamente por qué reímos tanto, pero no importa, sentiríamos un alivio enorme.
Me impresionaba tanto aquel libro que lo compré de regalo a mi madre Martine. Ella estaba, luego de la menopausia, en una época de búsqueda espiritual. Si ella lo leyó o no, nunca sabré. Quedó en el aire entre las dos y me negué a preguntarle. En aquel momento recordando lo que pasó entre nosotras, decidí poner el libro en una de las cajas destinadas a una empresa de libros de segunda mano. En vano había esperado sus comentarios sobre este libro y no quise ser recordada. Ahora lamento no tener el libro a la mano. ‘La isla’ fue una de las inspiraciones al crear Finca ‘La Víspera’.
Dejar que todo siga su curso sin ninguna presión. Solía ir a un monasterio de Clarisas, una orden contemplativa ligada a San Francisco, la Santa Clara era su compañera en la Italia de la Edad Media. Un hermoso edificio medieval antiguo en el pueblito de Megen a lo largo de un río al sur de mi país. Vivían allí unas cuarenta monjas, entre viejitas curvadas y treintañeras ágiles. Hablaban como loros durante el té de la tarde y trabajaban en silencio todo el día, cada una dedicada a su tarea. Manejaban una panadería de hostias para la venta a las iglesias de la región, elaboraban un medicamento ancestral que se llamaba Bálsamo de Malta, producían las verduras y frutas en un huerto enorme amurallado. Escuchaban las noticias del mundo de la radio un rato antes del almuerzo, que lo consumían en silencio y recolectaban las pepitas de las manzanas del postre para vender a un vivero de frutales. Cuán celestial sonaba el canto Gregoriano del coro de las monjas en la capilla todos los días. Esa experiencia de vida monástica la llevo conmigo hasta ahora.
Aún escucho el ruidito que hacían la caída de las pepitas en la floreada cajita de metal, al hacer la ronda por las mesas en el refectorio circular donde comíamos. Es gracioso, porque las pepitas de las manzanas que comen de postre cuarenta monjas todos los días, año tras año, llenan una bolsa de un quintal fácilmente. La última vez que tocamos la campana de la entrada del monasterio, pasando sin aviso previo hace veinte años, la monja portera se disculpó por no invitarnos a pasar: “Estamos en un curso de meditación toda la semana.”
Fueron los años 70 cuando nació el movimiento de ‘todo el mundo a toda clase de terapia de grupo, de expansión de consciencia y de meditación’. Probamos de todo: desde meditación bailable o sexual, terapia gritando, llorando o riendo, con LSD o marihuana, a través de movimientos suaves o tirando tus músculos en combinación con tu respiración. Y fue cosa seria: íbamos a cambiar, a liberar y revolucionar el sistema, empezando con nosotros mismos. Todavía no se manejaba como un modelo de ganancia, como el Wellness ahora, un negocio millonario. Pagábamos lo mínimo necesario, era idealismo puro. Por suerte, finalmente, encontré en el centro ‘El Cosmos’, con la más amplia oferta de maestros internacionales en Ámsterdam, un librito titulado ‘La práctica de Zen’ (1980), del maestro Nico Tydeman. Zen, la cima de todos los métodos. Me convenció de que mi método favorito de hacerme la vida mejor fuera Zen también: una práctica de vida integral. Aquí lo tengo a la mano, polvoriento, con manchas de humedad y mil frases subrayadas.
Nos movemos en taxis por el ruidoso e intenso tráfico de Santa Cruz. Nos llevan de un lado al otro de la ciudad, recogiendo todos los estudios que la mastóloga cirujana me pidió juntar antes de la operación. Estoy sentada al lado del chofer, me siento bendecida por no tener un auto propio, me sería imposible manejar aquí en esta locura. Además, significa un auto menos, aunque sé que es una gota en el mar del calentamiento de la tierra. Tampoco quisiera perder los encuentros con taxistas, tan variados como la población cruceña misma, inclusive a veces una mujer piloto. Siempre hablamos, hasta que la voz de mi amado desde el asiento trasero nos advierte: “Ahora silencio ustedes dos, él necesita concentrarse para cruzar aquella avenida”. A través de scans nucleares, moleculares y radiológicos, de ecografías y numerosas pruebas de sangre, mi cuerpo revela los secretos de una vida vivida. Las manos suaves al palpar mi cuerpo con tanta atención, al hablarme claramente y al mirarme a los ojos, me sostienen, me calman, me devuelven la dignidad: no soy solo un objeto de estudio, tengo un cuerpo que vale lo suficiente para seguir viviendo.
Los primeros días de retorno a casa, tosemos mucho para limpiar nuestros pulmones de la mugre vehicular de Santa Cruz. Reanudo mi retiro, escribo, tejo, camino y observo el espectáculo de la naturaleza en la colina. Los sayubú han vuelto para hibernar, el color celeste gris de su plumaje acaricia mis ojos. En la altura escucho pasar el grito largo del chuubi: “Fríiio, fríiio”. Esto me trae de vuelta al mundo sano, a tomar una decisión definitiva: una operación para la mama, cortar la mama con o sin implante, hacerme medir una almohadilla, o cortar ambas mamas de una vez. ¿O no hacer nada y dejar que las células sigan su curso? Al fin y al cabo, pudiera ser una reacción inteligente de ellas para reproducirse más rápido. Las mamas se formaron hace miles de años de evolución para alimentar a las crías. Y yo no las usaba en ese sentido. Son parte esencial de mi ser femenino.
De vez en cuando busco la aceituna con la mano, estudio la mama de perfil al espejo, despidiéndome de ella. De noche, él la toca y repite su nombre de cariño de antaño; nos reímos, suena amorosamente ridículo. ¿Seguiré usando camisetas, sin o con sostén?, blusas sueltas mejor. He soñado con un torso medio plano, recién. Y, ¿qué sentías, me preguntas? ¿Si me dio repeluzno, o si sentí aceptación? No lo recuerdo. Me doy cuenta ahora de que mi rostro se desencaja, como si rompe a llorar, y se me escapa un llanto suave. Aquí tienes la respuesta.
Samaipata, entre el 24 de abril y el 8 de junio de 2024.