El lujo de vivir en un limbo se me esfumó rápidamente. Recordé que fui concebida hace setenta y cinco años. Mi concepción ocurrió en un diván floreado, un domingo al atardecer. Unas semanas antes, durante una misa ceremonial, mis papás se casaron en la iglesia de Santa Rita, Ámsterdam. A mis diecisiete años, compartiendo el té de la tarde, madre e hija, ella me cuenta que les costó varias veces hasta "quebrar el himen’’. Escucho su voz entre lamento y protesta: “Sí, dolía, él reclamó su derecho de esposo legítimo, es tu deber, me dijo.” “¿No te sentiste lastimada, no te dio rabia?”, le pregunto entre desvelada e indignada.” “Pero así era no más en aquellos épocas,” defendiéndose. “Y ahora ve a tu cuarto, a tus tareas, tú tienes que estudiar, vas a ser una mujer libre e independiente. Yo me encargo del resto, voy a cocinar.”
Quizás, un día soleado, habían ido a pasear por el parque cercano, con su ropa de verano, ambos con sombreros elegantes, cogidos del brazo, con una sonrisa complaciente saludando a las demás parejas recién casadas (es 1948, la oleada de matrimonios después de la segunda guerra mundial continúa). El paseo le había relajado, con cada paso había podido renovar su sentir victorioso de haber llegado a la meta más importante de una mujer: estar bien casada con un hombre profesional y con futuro. Debería dejar las dudas, poner sus temores a un lado y creer en él.
Mientras que se duplica la cosita dentro de la matriz de dos a cuatro a seis hasta una cantidad innumerable de células, la veo sentada en la mesa. Luego del desayuno temprano junto a él, está sola con todo el día por delante. Pone la mano sobre el vientre, está pensativa, su espíritu se vuelve solemne, suspira bajo la responsabilidad de tener un hijo. “Tengo que cuidarme, comer bien, estar tranquila y estimularé a la criatura allí adentro con pura música clásica de la radio. Si, eso haré todos los días, y aprenderé a cocinar mejor y sano, soy un desastre en aquello todavía.”
Había guardado el himen virginal intacto contra todos los posibles intrusos. Después de la guerra había sido bastante difícil mantenerse virgen con la llegada de miles de soldados canadienses libertadores. A diferencia de los chicos neerlandeses, delgados y paliduchos por años sin comida propia, ellos, al contrario, guapos, alegres, festivos y bien alimentados, conquistaron las calles, plazas y parques de Ámsterdam. Todos los jóvenes salían a bailar con ellos. Resultó en una explosión de libertades oprimidas por cinco años. Y mi madre, una belleza de mujer, con los dientes hermosos y dotada con mucho gusto de vestir y arreglarse, tenía veintidós años.
Se enamoraba de un canadiense cuando sentados los dos en el césped del parque del barrio, él le empezó a tocar la rodilla, y ella, miedosa de quedarse embarazada, le rogaba susurrando: “Please, do not make me unhappy.” Mientras me cuenta esto, con su voz nostálgica, mezclada con un orgullo melancólico, me aclara: “Dejamos pasar el impulso del momento". Y a él, esto le había cautivado, porque años después ella encontró el paquete de sus cartas amorosas escondidas en el armario del dormitorio de su madre. Por entonces ya era la prometida de un delgado, paliducho, jovial, alto y serio joven estudiante de ingeniería mecánica industrial, aprobado y alabado por su señor padre.
Como Scheherazade, ella nos ofrecía su vida como si fuera un libro de mil y un cuentos. Veo su cara asumir la soñadora mirada lejana mientras comparte con nosotros sus hijos las experiencias que le sorprendieron y chocaron más, los momentos de suma presencia y trascendencia. Cuando vio un tren de carga pasar por la estación central, con los huecos de ventilación en la parte alta llenos de caras y se dio cuenta que eran los judíos siendo llevados como ganado al campamento, al norte extremo del país, cerca de Alemania. O cuando su madre la atrapó leyendo un libro, advirtiéndole que algún día iba a perder su cerebro por tanto leer, y que era mejor seguir zurciendo los calcetines de los hermanos. O cuando fue al campo en bici a ofrecer una hermosa camisa bordada a los granjeros, a cambio de 40 kilos de trigo que ayudó a toda su familia a sobrevivir la hambruna del último año invernal de la guerra. O cuando tuvo que limpiar a su hermano menor que llegó a casa de la misa dominical cubierto de sangre, porque una bomba inglesa había caído encima de la iglesia antes de llegar a su destino, una ciudad alemana. Sabe cautivarnos con todo lo que ella siente, piensa, aprende y observa. Nunca se cansa de repetirnos los mismos cuentos una y otra vez. Pero a veces exclama: “Los niños son obstáculos,” advirtiéndonos que ya llegó al final de su paciencia. Es nuestra madre, pero también siempre Martine, un vibrante Ser aparte.
Ella, el quinto hijo de doce, todos nacidos entre las dos guerras mundiales, apenas aceptó mi decisión de ir a vivir a aquel “desconocido y atrasado país". ¿Por qué no me quedé a vivir en las glamurosas ciudades de Londres, París o Nueva York? Desde su perspectiva la cima de la cultura, progreso y liberación. Al final de su vida entendió que sí, que fue acá, donde yo encontré el espacio para ser una mujer libre e independiente, que ni ella ni yo sabíamos cómo crearla precisamente. Me admitía que había escogido quedarse dentro de la seguridad de su matrimonio. Buscaba los límites donde pudiera: aparte de su jardín forestal salvaje al lado de la casa, cubierta con rosas trepadoras, alquilaba un terrenito para tener su pequeña huerta propia, paseaba conmigo, ambas en bicicleta, por el sur de Inglaterra por tres gloriosas semanas, ella de cincuenta y yo de veinticinco años, - seguido de un silencio de un año de parte de mi papá -, y tomaba unos amantes en serie discretamente. Pero nunca pudo arriesgarse a venir a visitarme acá: imagínate que no pudiera resistir la tentación para quedarse, o sea, es la explicación que yo me atrevo a dar cada vez que pienso "qué lástima".
Hoy a la madrugada, escuché la juguetona voz de Martine animándome: “eh, querida charlatana mía, ya basta de compartir tanto sobre mi vida con tu visita. No te sirve perderte en el pasado. Desde que te fuiste de la casa empezaron tus propios mil y un cuentos. Lograste quitarte de encima los modales inútiles del mundo. Aunque hasta a mí supiste chocar con tu aventurismo, tú al menos encontraste lo que buscabas con toda pasión. Cuéntame, te escucho. ¿Qué es lo que te afectó tanto?”
Si, algo me ha pasado. Desde el momento que decidí que aquella gotita rosada en mi bombacha era sangre, el camino pareció bifurcarse. Tuve que ir a ver al ginecólogo. El examen del cuello vaginal, la ecografía, el legrado y la biopsia de la matriz, y luego los scans de todo el cuerpo, tomaron un mes. Mientras que los resultados me llegaban uno por uno, me cubría con la manta de las narraciones de la joven mujer que iba a ser mi madre. La extirpación necesaria de la matriz por un cáncer de agresividad baja, seguido por tres radioterapias, me catapultaron dentro del mundo desconocido de los enfermos. De un día a otro, pasé de poder caminar cinco kilómetros, a ni terminar los cien metros. No pertenecí al mundo de los sanos durante casi seis meses.
Aunque me han dado de baja me siento desarraigada en la kermés que es el mundo de hoy. Nada es como antes, mi cuerpo es poroso. Al parecer todo sigue normal: uno va de compras, se embaraza, se casa o sale a tomar con amigos. Pero a mi nada me parece como antes. Cuando me imagino ir de viaje a los lugares que tengo todavía en mi lista, ya no me animo. Me detienen las lluvias fuertes, los ríos desbordados, las quemas, el humo y el calor insoportable de las ciudades. El “nuestro país, partido, pueblo, familia primero” prevalece. Las matanzas y guerras siguen y aumentan. Los líderes hablan de todo lo que es curvado recto, o al revés. ¿Adónde más buscamos refugio que en la burbuja que es Samaipata? ¿Y más, hasta cuándo?
Cuando mi madre ya sabía que iba a morir en un lapso de tres meses, Martine nos muestra su pierna al estilo de una experimentada modelo de moda. Estamos sus hijas, sus ‘tres Gracias’, alrededor de su sillón favorito en el salón, tomando su ‘Café de la Madre’ propio, famoso por el excelente sabor. La pierna se extiende de un vestido elegante de una tela suave y de un diseño único, recién costurado por ella misma, su última creación. Las pantis que cubren la pierna son de una suma transparencia, en su pie tiene un hermoso zapato de tacón, de cuero color azul oscuro, junto al tobillo exquisito y la pantorrilla perfectamente formada. Ella contempla su pierna un momento y luego nos mira a cada una a los ojos y nos desafía con una voz solemne: “Ahora, mirad, la pierna de una octogenaria.”
Sus ‘tres Gracias’ heredaron el talento teatral de ella y admito que, yo también, suelo prepararme todas las mañanas para presentarme al mundo. Luego de algunos ejercicios para mantener el cuerpo flexible, me dirijo al vestidor donde guardo toda la colección de ropa acumulada desde que llegué a Bolivia, hace cuarenta años, con prácticamente nada más que podía entrar en solo una mochila. Primero miro hacia afuera por la ventana para ver el tiempo. Luego me imagino los posibles encuentros, con qué clase de personalidades, con un montón de individuos o solo un amigo tal vez, o con todo el día delante de mí vacío. Y como el don Quijote buscaba todos los atributos necesarios cada vez que salía a sus aventuras para hacerse parecer a un verdadero Caballero Andante, yo construyo cada día una Persona para afrontar al mundo que de por allí tengo por delante.
Hay que tomar en cuenta que soy una septuagenaria avanzada. Mi colección y repertorio cuentan con cientos de Personas. Soy una experta en combinar colores y estilos, ánimos y experiencias, venturas y cicatrices. Así trato de empezar cada día centrada, serena y cargada de buenas expectativas. Mis Personas me ayudan a participar con cierta distancia y quedarme en mi rol habitual de observadora y agradable personaje con un cierto humor y picardía.
Sin embargo, a veces ocurre que algo o alguien me inflama hasta tal punto que, en un instante, todas las Personas acumuladas desde mi concepción, se fusionan en un solo ser formidable: Estoy desnuda y sin vergüenza ante el mundo, soy la virtuosa arquera japonesa encima de su precioso caballo corredor y galopando me paro en los estribos, agarro una flecha de la aljaba en la espalda, tenso el arco asegurando la flecha, la suelto y sin duda alguna se entra vibrando al blanco. Esa arquera se me escapa y me es demasiado afilada. Después de aquella actuación espectacular me encuentro agotada y, al final, no me satisfecha.
Mi sueño es, en algún momento, cuando se me fusionen otra vez, que me encuentre en medio de un espacio enorme, prefiero una iglesia o una catedral mejor, y erguida en la parte central doy un solo golpe al medio de un gong gigante, así que me será dado el poder saborear el sonido asombroso haciendo eco tras eco, lentamente apagándose, y disfrutar del impacto de las vibraciones por todo mi cuerpo por largo tiempo. Luego, durante un omnipresente silencio delicioso, surgirá de nuevo la pregunta dentro de mí: ¿Es el cuerpo el sostén del alma? ¿O será al revés, es el alma el sostén del cuerpo?
“Eh, preguntona eterna mía”, escucho la voz de Martine desde el más allá, “la respuesta es evidente: Ponte tu armadura, coloca una pluma en el sombrero, sal de la casa, échate al mundo, explora, investiga, experimenta y vive. Así nutres y enriqueces tu alma al máximo, y ya verás, te lo prometo.”