Ahora, con el primer relato de Café con Marga, tú, mi invitado, me encuentras aquí frente a un mundo tan grande, que mi cabeza nada confusa en un océano de temas que sí podrían ser tratados acá. Otra fuente maravillosa de historias es el armario que ves allí arriba de la página. Aunque está lleno de recuerdos y reliquias de a partir de mi nacimiento, no me anima a usarlo. La causa es el estado en el que me encuentro desde hace un tiempo.
Para alguien como yo, que siempre inventa una excusa para tener algo que hacer, es muy extraña mi situación: No tengo más obligaciones con nadie, estoy liberada de deberes y puedo vivir como un bonobo en el parque zoológico. Cuando no tengo ganas de cocinar, me suben un plato seleccionado del menú del café de la Finca. Nadie me exige soltar las frases que siguen saltando, eso sí, en mi cerebro. Y ni así logro decidir con cual tema chispeante empezar. Sí, toda la razón, debería sentirme afortunada, relajarme, disfrutar del silencio que me rodea y comenzar. Sin embargo, confrontada con ese espacio enorme, me siento un fantasma dando vueltas en su tierra perdida.
Para salvarme del gran vacío, me agarro a los rituales diarios: limpiar la casa, solamente cocinar nuestros platos favoritos, mantener mi corazón palpando en el aparato de ejercicio, vestirme como si fuera a salir de fiesta y dar vueltas ante la mirada de mi fiel admirador, regar mi jardín y unas macetas, y caminar colina arriba y abajo cada tarde. Cuando me siento a la mesa a cualquier ratito, me hago útil con el ganchillo de crochet creando varias cubiertas para las nuevas sillas del café, que son unas tres docenas. Plancho mi ropa, y, como novedad, las fundas también.
Sin embargo, la mayoría de los días, no me gusta que la planicie del vacío haya de ser interrumpida desde afuera, aunque sea por citas que yo misma había organizado. La perspectiva de no tener más obligaciones que pasar todo el día a mi manera, a cambio de la perspectiva de tener que recibir una visita o tener una reunión, me causa a veces un estrés ya días y siempre horas antes del evento.
Con tres o cuatro libros diferentes a la mano para leer, soy perfectamente capaz de pasar el tiempo bien. Y si no, siempre está la tablet en la mesa para esconderme dentro de las noticias, las reseñas de nuevos libros o rutas por seguir en Google maps en caso de que decidamos, y te digo que nos cuesta, irnos de viaje a Europa este año. Terminamos el día con un carajillo de oporto o un licor, hablamos sobre el día, que siempre nos había parecido largo y sorprendentemente lleno de sucesos significativos. Y luego nos acurrucamos para quedar calientitos.
Una vez apagada la luz concluimos, filosofando un ratito más, que ambos seguimos en el limbo, la palabra que nos parece la más apta para pegar al estado raro en lo que nos hallamos: es un lugar fuera del espacio y el tiempo, una esfera, un balón transparente, una planicie elevada con vista panorámica, o la penumbra de una caverna, donde estamos a la espera de algo que irá surgiendo.
Durante el día me es bastante agradable poder flotar en esta nada por un tiempo. Poder dormir es otra cosa. Doy gracias por cada noche bien dormida. Ya no leo las noticias en mi tablet después de las seis de la tarde. Porque luego me es difícil rendirme a mi cuerpo: las imágenes de guerra, inundaciones, ahogamientos en masa y bosques en llamas, me siguen y se repiten durante la noche.
Las veces que me despierto a las cuatro me llegan recuerdos totalmente olvidados de la niñez. Pasa que no son siempre muy nítidos, lo que me lleva a cavar y cavar en la memoria para encontrarlos claramente. Me cuesta silenciar las voces que me repiten lo que escuché decirlas durante el día, o soy incapaz de oprimir el revivir de las escenas de la tele o de una película. Y, abrumada por no poder dormir más y harta de volcar mi cuerpo de un lado al otro ya por horas, estoy lista para dar la bienvenida a una pronta muerte.
Me imagino morir, me preparan mi cuerpo hermoso, lo llevan a Las Misiones, allí lo meten al horno, colectan la ceniza en el envase de cerámica y se van distribuyendo el polvo por toda mi colina. Saber que la muerte puede ser bienvenida para dar fin a una vida ya bastante completada, me da un alivio. La rosa marchita se poda también. Recién entonces me duermo tranquila.
Otro truco es cantarme a sotto voce las canciones de cuna de mis padres que encontré cavando. Así cantando, me surgen las imágenes más felices de mi niñez. Escucho las voces de mis papás, mi mamá la segunda voz, a la mesa después de la cena, mis hermanitas en su falda, mi hermano y yo con ojos grandes de felicidad, el comedor casi a oscuras, la suave luz de solo una lámpara.
O me canta la voz de mi papá, curvado sobre la cuna de la bebé: ‘’Rosi resi, resi rosi, rosi resi, reeeesi rooos,…”, y veo a su madre, mi abuela, curvada sobre él, su único hijo adulado, y la madre de ella, y así atrás en el tiempo, todas aquellas generaciones de madres curvadas sobre una cuna, en casitas simples en un pueblo, cantando solamente aquellas dos palabritas, cuán hermosa canción en todos los tonos, que me llega aquí a través de los siglos, hasta que yo duermo.
Otra aflicción me sabe llegar durante la siesta: El dormitorio está lleno de la luz del delicioso sol de la tarde, tengo el lujo de la nueva cama queen size solo para mí, y sigo leyendo el libro de la tragicomedia de Don Quijote de la Mancha en español, hasta que se me cierran los ojos de por sí. Duermo y, de repente, un rayo de pánico me despierta y no entiendo de dónde ni por qué me pasa esto. No encuentro ninguna fuente dentro de las profundidades de mi alma, ser, historia y cuerpo para explicármelo. Y ya no duermo más.
La única explicación que ahora se me ocurre es que estoy de luto. Porque cuando toda mi familia se había muerto en un lapso de unos pocos años, a ratos me daba una clase de pánico también. Pero, ya pasaron diez años desde que escuché la canción ‘Hit the road Jack, I’ll never come back no more no more’, que fue la última broma bizarra que nos había preparado mi hermanita Evelien. Quiso hacernos reír durante el solemne servicio de la cremación de ella misma. Y reímos, entre todos afirmando: "Qué típico ella." Fue la última que murió.
¿O será que esto me pasa por el presentimiento de los grandes cambios que amenazan la Tierra, que ya empezaron en realidad? ¿O es simplemente porque mi propio mundo, que yo con-creía con tan enorme intensidad desde mis veinte años, se está desvaneciendo tan rápido? Ya ni existe, creo. Solo existe para los que me acompañaron, y ¿Dónde están ellos? En su propio limbo, seguro.
Las veces que estoy con gente y que me atrapa pensar o susurrar entre dientes: "Despierte por fin, hombre, esfuérzate, mujer”, me toman por sorpresa. Al mismo momento, me da una profunda satisfacción haberlo pensado o aun dicho.
Hace poco empecé a gritar de la nada a un amigo por teléfono: “Resiliencia es mi nueva palabra, RESILIENCIA es lo que tenemos que enseñar a los niños. ¿Cómo?, me preguntas. Cursos, talleres, reforzar la creatividad, liberar la imaginación, que aprendan a bailar, a soltarse y a cantar. ¿No te parece que ya es hora?”
También ocurre que me rebelo contra cualquier persona que me frena ser como soy, o pensar lo que pienso. Cuando tratan de convencerme de que es mejor actuar como la más sabia, me rebelo al cuadrado. La paciencia de las décadas pasadas se me acabó. Las alentadoras sonrisas automáticas se secaron. Ya no soy aquella siempre entendida y reconfortante mujer. 'Basta ya' es mi último slogan.
Nos hemos dado cuenta de que no nos vemos ejecutar ningún proyecto más que vivir la vida. Con eso ya estamos muy ocupados. Simplemente ya no tenemos más energía, ni ganas. Justo a la madrugada de hoy, ambos despiertos ya, concordamos que nos sentimos desnudos dentro de un espacio desconocido, donde los asuntos prácticos que hacen funcionar la sociedad y el mundo, ya no importan, más bien estorban.
Lo que nos mueve son asuntos mucho más urgentes, y los queremos compartir, sea gritando, sea escribiendo, o riendo con tanto clamor, que escuchamos los ecos de nuestras risotadas, al volver de las colinas del frente, a la terraza donde estamos tomando el cafecito de la mañana.
Hay momentos en que me empodera una fuerza que viene de un lugar en mi cuerpo que no puede ser otro que lo de por allí de la matriz y, créame, no logro controlarla. Veo todo lo que pasa con tan tajante claridad, que me siento un ser peligroso.
Ya no me ves animar, desesperada casi, a personas que adoptaron una personalidad congelada para la eternidad, regalándoles mis miles de ideas y soluciones. Ya no me presto a participar en charlas de aquellos que no se abren, que se esconden, que ni aun yo puedo ver en los ojos por negarme una fluida conexión. Las así dichas buenas maneras me frustran. Cuando estoy en una reunión de puro parloteo para ocultar la amenaza del silencio, se me cierra mi garganta, mi cabeza se me revuelve y me escapo a donde vea la salida. Y cuando escucho solo más de lo mismo de siempre, un brazo de por sí da con el codo puñetazos a la mesa y empiezo a gritar ‘dónde queda la pasión’, o algo semejante provocativo.
Nunca me había dicho mi amado: "No es necesario que me grites tan fuerte, puedo oírte sin gritar." Y a menudo le escucho tratar de calmarme: "Tranquila, cálmate." Y me sorprende: ¿Yo? A mí me está diciendo eso, ¿él? ¡Siempre fui la más tranquila de todo el mundo! Y enseguida le aseguro: "¡Pero estoy tranquila!, me siento como una lagunilla apacible en la montaña alta. Lo que escuchas es la tempestad que la golpea."
Samaipata, entre julio y agosto de 2023