Café con Marga

Te invito a acompañarme durante la hora del café de la mañana, acá en mi cueva, con la plena vista al mundo, al irresistible más allá. Propongo venir con historias de antes y de ahora, confesiones, críticas y ensayos, de día frente a mi espejo y con recuerdos borrosos de noches veladas.

¿A dónde voy?

Hace varias semanas anotaba en el café de aquella mañana: “La batalla por Mairana está en marcha, a vuelo de pájaro, a tres kilómetros de aquí. Escucho el ruido del helicóptero militar desde las seis de la madrugada, y la voz del megáfono se oye a la distancia. Me recuerda la batalla final en Los anillos de poder de Tolkien: ‘La Tierra Media está bajo las sombras que están surgiendo en el Este...’: Los Valles versus el Chapare. El ir y venir de los helicópteros me hace recordar los vuelos de los Nazgûl, los terroríficos espectros del Anillo. Los movimientos de escuadrones de policías, con sus atuendos negros, cascos y escudos, se asemejan a las marchas bélicas de los orcos.

En Samaipata resuenan los tambores; los ‘hippies’ están en una de sus ceremonias. Nosotros estamos a salvo en este ondulado valle verde donde vivimos, los hobbits, en nuestras casas redondas. Los habitantes ya no se sienten (o mucho menos que cuando llegamos en 1984) los herederos originarios de Bolivia; ahora son participantes activos de la nueva era del ‘milagro’ económico cruceño. Este fin de semana de Todos Santos, el pueblo se inundó nuevamente con miles de turistas consumidores cruceños; como si el resto del país, donde las batallas entre bloqueadores y policías continúan sin cesar, no existiera.”

(En este lugar escribí dos mil palabras para desahogarme de las tensiones que me afligieron aquellas semanas: Ucrania, Gaza, las elecciones en los EE.UU., la amenaza de guerra, el cambio climático inminente, la sexta extinción masiva y, sobre todo, la crisis que aflige la nación plurinacional de Bolivia. En el momento que volví a tomar el resbaladizo camino de consultar el libro Pueblo enfermo de Alcides Arguedas, sentí tanto asco hacia mi misma, que tuve que detenerme).

Al día siguiente: "Decidí borrarlas."

Semanas más tarde: “Esta madrugada me imaginé ser un pájaro, un mirlo, el mismo que nos canta desde las cinco de la mañana. Erguida en el borde de mi nido alto, canto mi libertad, el disfrute de la hermosura del mundo en el que vivo, la frescura del rocío y el milagro del sol que aparece en el horizonte todos los días. Y sigo cantando, aquí escribiendo, el espacio que siento mío, lista para volar a donde me llevan las ganas.”

Ahora, en tiempo real, siento una urgencia de seguir escribiendo, lo que sea, al azar, lo que me surja; todo será bienvenido. Permítanme imaginarlos presentes, a aquellos que siempre me acompañan en mis cafés. Son una gran variedad de personas; dudo que haya suficientes asientos. Los coloridos tejidos de lana gruesa servirán para sentarse en el piso; cinco flacos cabrán en el sofá; el reclinatorio de confesionario será para un ex catolico convertido en yogi; la silla plegable, para quien necesite reclinarse al llegar. Allí están la silla vienesa y la movible del escritorio; la silla infantil será para mi, porque me gusta; y el toco azul, para la más joven. Olvidé la silla de café parisina de la terraza: será la indicada para alguien con asentaderas carnosas.

Hasta hoy no me había dado cuenta de la cantidad de sillas que hay aquí. Y, ¿ven? Me gusta tener mis sillas en todos los modelos imaginables. Igual que mis invitados de hoy, cada una es muy diferente y, al igual que ellas, conllevan tantas historias por contar. Creo que todos, una vez sentados – apretadisimos en un círculo completo en esta pequeña casita redonda–, empezarían a hablar al mismo tiempo. Resultará un cacareo increíble, seguido de pronto por un silencio algo bochornoso. Nadie dice ya nada; todos me miran, primero desamparados, luego a los ojos del vecino de al lado, y, sin duda ninguna ocurrirá que explotemos en un largo ataque de risa. ¿Ven? En serio, trataré de servirles un café alentador.

Empieza a ser bastante sofocante aquí adentro, con tantos cuerpos apiñados en un espacio tan estrecho. ¿Por qué no caminamos? Les propongo hacer una caminata lenta. Tengo un bastón y una vara larga de bambú para quienes necesiten un sostén extra. Subamos. Miren, aquí es donde vivo, en esta colina, en la parte superior de La Finca. Lleva el nombre de ‘El Parque Nativo’ porque decidimos devolver estas 2,5 hectáreas a la naturaleza. Hoy en día,  este proceso se llama rewilding, resalvajización o renaturalización, y busca restaurar especies y hábitats perdidos. Significa un trabajo continuo en estrecha cooperación con la naturaleza. Ella misma nos guía en cada paso a seguir. Aunque se trata de una superficie muy pequeña en comparación con el Parque Amboró, les cuento que, luego de 20 años, ya hemos  experimentado un cambio impactante. Y no solo en el hecho de que hoy tengamos una abundancia de especies de flora y fauna aquí.

Lo que pasa es que esto también nos afecta: todo este proceso de años viviendo en medio de tantas fuerzas naturales nos ha llevado a ser más silvestres, hasta con un toque salvaje, diría. Me hace recordar la visita de una joven vecina neerlandesa, cuando llevábamos unos tres años viviendo en La Finca. Luego de dos semanas alojada en nuestra pequeña casa --fue antes de que construyéramos las cabañas–, estaba tan harta de nuestra conducta y el trato, que explotó. Nos ‘ladraba’ que, en su casa, cambiaban el cepillo para lavar los platos cada tres semanas y, muy grave: “Ustedes viven aquí tan solos e independientes que nunca nadie los critica por lo que hacen”.

Sí, resulta que somos poco adaptables a lo que la mayoría de ciudadanos tolera de las influencias no naturales: los ritmos de la ‘música’ tecno nos enloquecen, las charlas sin alma nos aburren, los gestos insinceros nos alienan, el sonido de la fumigación con químicos de los viñedos vecinos nos estresa y las reuniones oficiales –sean políticas o sociales, especialmente los matrimonios tradicionales- nos acobardan.

De cierto modo, nos sentimos mucho más vulnerables, casi transparentes, que cuando vivíamos en una ciudad grande en nuestra vida anterior. Ahora nos identificamos profundamente con los animales, bichos e insectos cohabitantes; somos parte de todo este biotopo que ya forma esta colina. Lo que nos sucedió durante nuestra renaturalización me resulta imposible explicarlo bien en pocas palabras. Por ello, caminemos. Tomemos la senda curvada allí, por el bosque, a mano derecha, despacito. Tal vez el salvaje dentro de cada uno de ustedes surgirá, aunque sea un poquito, sin otra tarea más que absorber lo que sus sentidos puedan captar.

Vengan, por todos lados se ven árboles jóvenes entre los grandes. ¿Y qué dicen de aquellas piedras enormes, que están todas inclinadas en el mismo ángulo sobresaliendo del suelo? ¿No les parece que fueron arrojadas allí por las fuerzas de un terremoto de hace miles de años? Siganme, a la derecha se ve el pueblo más abajo. Ahora, a la izquierda, subamos el último trecho, pisando esas piedras. Sí, es bastante inclinado.

Una media hora más tarde. ¿Ya estamos todos arriba? Esto es El Trono, un asiento enorme que hicimos de piedra y laja, encima de aquella piedra gigante que debe llevar millones de años en este mismo lugar. ¡Qué vieja es esta tierra! Cuando empezamos a diseñar este parque, nos visitó un amigo neerlandés, el arquitecto René. Le asignamos la tarea a cambio de una larga estadía con su corteja, quien se convertiría en su futura mujer y madre de sus dos hijos. Todo estaba casi intacto desde nuestra llegada hace 40 años, y diseñar las sendas sería el primer paso. Lo hizo junto a Don Mario, el jardinero que ha estado con nosotros casi desde el principio. Luego de varios días de exploración, vinieron con la súper idea de usar los caminitos que habían hecho los perros caseros mientras cazaban por acá.

La idea de El Trono nació una tarde, cuando René y yo hacíamos la primera caminata por las gradas de piedra -unas trescientas desde abajo- que nos llevaban hacia arriba por la parte central de la colina. Me detuve un momento para tomar aire y, mirando hacía arriba, al ver esta plataforma enorme de piedra, de pronto vi aparecer allí, encima, el sillón grande de mi abuelo materno, destacándose contra el cielo. Ahora es el destino turístico de decenas de visitantes que suben las mismas gradas en fila cada fin de semana. Una señal de que la visita los impacta es que nunca dejan basura, ni siquiera los mismos bolivianos. El resto de la semana, todos los días, llego aquí también, pero nunca me siento; apoyo mis brazos en el respaldo, observo y sueño despierta. Les invito a soñar un rato conmigo: miren el valle allí abajo, las cimas lejanas en el horizonte, el cielo y las nubes de todas formas, y el juego de sombras y luz sobre la tierra. Aquí nacen los poetas.

Mi abuelo fue un gran soñador, estoy segura. Su libro favorito era El Vondel, un ejemplar antiguo con obras teatrales del poeta más conocido de la historia de Los Países Bajos, comparable con Shakespeare, el británico de la misma época. Quería mucho a su mujer; tuvo doce hijos con ella y era muy viril. Fue un artesano que sabía hacer de todo con sus propias manos: sillas de todo modelo, con o sin revestimiento de terciopelo; armarios con ventanitas de vidrio esmerilado; cosía los vestidos para sus ocho hijas; cortaba el cabello de toda la familia; revestía muros con seda; dibujaba y pintaba acuarelas y óleos (uno de sus inspiradores fue Carl Spitzweg, a quien copiaba para mejorar); colocaba pisos de pedacitos de linóleo de muchos colores en formas exóticas; hacia cubrecamas gruesas y calientes, forradas con tela brillante de colores primarios; y fabricaba lámparas modernistas Jugendstil de madera. Nómbralo: cualquier cosa, él lo hacía. Recuerdo su taller, debajo de las vigas del techo alto de la casa en Amsterdam, tantas veces que me permitieron quedarme unos días extra, yo, solita, niña rara entre los tíos aún no casados.

El poeta pobre, Carl Spitzweg, 1839, München

Disculpen, me perdí en los recuerdos. ¿Sigamos con el tour? Desde El Trono se puede bajar recto por los peldaños de piedra o a través de dos otros senderos: uno zigzaguea por el bosque, al lado de la jungla de la quebrada; el otro, empinado, sigue a lo largo del límite en el lado sur, donde se encuentra una parte de un muro incaico intacto. Sí, es cierto: hace años, un peruano especializado en las vías incaicas nos contó, con júbilo, que había visto un típico camino ancho incaico atravesar este terreno, señalando los restos de los muros, a ambos lados de la quebrada. Todavía son visibles: largos muros derrumbados, con gran parte de las piedras ahora reutilizadas en toda La Finca. Seguramente, había sido parte del mismo camino que encontraron cerca de Quirusillas, una vía de comunicación entre ‘El Fuerte’ y la zona que hoy conocemos como Vallegrande.

O, si quieren, los llevo un trecho de vuelta y tomamos el sendero hacia la parte más alta, que se llama El Altar. Allí voy rara vez, y nadie nunca va; está escondido. Es un lugar medio secreto, lo siento como sagrado. En El Altar hay una inmensa formación rocosa que forma una pared natural, aparentemente de una sola piedra arenosa, con  varias plataformas a su pie. Estas plataformas, de la misma piedra, tienen huecos y formas redondas talladas por el agua y el viento. Hace pensar en los acantilados de roca que se encuentran en el camino hacia las ruinas de El Fuerte, pero este lugar tiene un carácter íntimo y está lleno de una gran variedad de plantas. Es la casa de iguanas y lagartos de todos los tamaños. Aquí pasaron cosas, tal vez buenas, tal vez oscuras. No me da miedo, pero sí me inspira asombro al visitarlo. En este lugar no es raro que uno ‘escuche’ canciones con textos similares a Es una sopla la vida cantado en coro, o Forever young con la cínica voz chirriante de Bob Dylan ya viejo. Otras veces, parece que me recitan lamentos y súplicas, o escucho voces declamando versos métricos como en La Ilíada, la epopeya de Homero: ‘La aurora de dedos rosados anuncia el día de la caída de Troya…’

Discúlpenme. Quédense un rato más detrás del Trono. Hablándoles de lo que me pasa en El Altar, tengo que confesar algo que ya no logro esconder: todo este tour sirve como un desvío para escaparme, una vez más, del tema de la salud. Estoy a la espera del resultado de otra biopsia. Ahora es un nódulo encima de la glándula tiroidea que crece demasiado rápido. No quiería mencionarlo de nuevo, pero aquí lo tienen. Estoy muy ansiosa: someterme a una tercera operación en tan poco tiempo… me aferro tanto a la vida todavía, no logro relajarme. No tengo nada más que contar por el momento.

¿No quieren irse? ¿Qué hacemos? ¿Sigo con el tour? De acuerdo, me rindo. Mejor nos dividimos: yo tomaré el sendero curvado por el bosque. ¿Todos quieren bajar conmigo? Siempre pueden volver y explorar los demás senderos. Ahora, después de las primeras lluvias, es un festín ver como, cada día más, las hojas frescas se despliegan y aparecen florcitas minúsculas en plantas rastreras y en arbustos cuyos nombres desconozco. Allí abajo, en la jungla de la quebrada, viven los jochis, víboras y gallaretas, y las iguanas bajan a cazar. De las aves hay más de cien especies, todos muy ocupadas; muchas ya tienen crías. Miren, ¿ven las dos ardillas corriendo una tras otra por los troncos? Tomemos esta senda que lleva a un bosquecito oscuro. Este pino enorme ahora predomina sobre todos las demás especies; sus raíces deben ser largas y profundas. En otoño, crecen los boletos hasta unos diez metros alrededor de su tronco. Ya tiene compañía: plantamos tres pinos más hace una semana. Forma un bosquecito muy diferente al resto, no creo que sean árboles originarios de la zona. Me alegra tanto caminar sobre esta capa gruesa de ‘agujas’ caídas del pino. La fragancia resinosa me transporta a las caminatas en bici por las dunas cubiertas con bosques de pino, dirigiéndome al mar durante los veranos de mi juventud.

Ya nos topamos con los peldaños de piedra de la subida directa. Mira, más allá está el principal guardabosque, mi amado, controlando los plantines recién llegados. Saludemoslo. ¿Ves esas plantas en flor? Si, son de jardín. Allí, una familia cruceña pidió enterrar las cenizas de su madre y esposa. Ella misma eligió ese lugar antes de morir, y los familiares vienen a cuidarlas regularmente. A nosotros también nos tocará un día; prefiero que mis cenizas sean esparcidas debajo de un árbol aún joven, para que crezca fuerte y bonito, llevando ‘mi esencia’ en sus venas. Lo mismo hicimos con los cuerpos de nuestros últimos perros, Felipe y Panda, y de los tres caballos: Smokey, Bayo y Lucero. Los lugares donde los enterramos no están marcados, pero sé dónde están. Están cerca, distribuidos por todo el terreno debajo de nuestra casa.

Por último, les cuento que, hace poco, nos encontramos con el vecino, un empresario sesentón que construyó su casa de sueños –ultra estilizada, súper moderna, que lo único que tiene de terrenal son las vistas espectaculares a la serranía detrás de Samaipata– a la vuelta de esta misma colina. Al preguntarnos cómo estábamos, le contestamos: “El cuerpo empieza a mostrar sus debilidades; ya nos toca.” Se rió, satisfecho consigo mismo, y comentó: “He venido a Samaipata, porque creo que es el último lugar donde aún se puede simplemente morir, sin mucho drama”. Lo recibimos como una consolación; somos privilegiados de poder vivir y morir en este ambiente. Permítanme dejarlos aquí, en la altura de mi casita. Gracias, me siento restaurada. Hasta pronto…

Me preguntas: ¿Por qué los he invitado? ¿No lo adivinaste ya? Conozco a cada uno de ustedes personalmente, aunque sea solo un poquito. Cada pequeño rasgo de cada uno refleja una parte de mí: me atrae, me sorprende, lo admiro, me provoca o me desafía. Alguna parte de uno o varios de ustedes siempre está reflejada en estos escritos. Por eso, les envío a cada uno una invitación a mis cafés, ya sea que la acepten o no. En su compañía tengo la sensación, no, la certeza, de ser más completa, capaz de cualquier cosa, aunque sea solo en estos escritos.

El día de ayer recibí el resultado de la biopsia: ¡es un nódulo benigno!

Felices fiestas y hasta el Año Nuevo.

Samaipata, entre Todos Santos y Navidad del 2024




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